ENFOQUE Por Gustavo Lores (*)
La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) proclamó el 18 de junio como Día Internacional para Contrarrestar el Discurso de Odio, ante "su propagación y proliferación exponenciales". Se conmemoró por primera vez en 2022 en su sede en New York. La ONU define a los discursos de odio como "cualquier tipo de comunicación verbal, escrita o conductual que ataca o utiliza lenguaje peyorativo o discriminatorio con referencia a una persona o un grupo sobre la base de quienes son. En otras palabras, sobre la base de su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otro factor de identidad".
La página web #NoAlOdio (https://www.un.org/es/hate-speech) presenta la respuesta de la ONU al fenómeno global del discurso de odio, así como los recursos disponibles para contrarrestarlo. Como en el caso de la mayoría de las propuestas de las Naciones Unidas "para construir un mundo mejor", estas recomendaciones del organismo internacional no son tomadas en cuenta por los Estados miembro que, si bien las acompañan hipócritamente a través de las votaciones de sus respectivos embajadores, en los hechos evitan incluirlas dentro de sus planes de gobierno y ponerlas en práctica.
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El discurso del odio no se limita a la crítica del circunstancial adversario, sino que incluye, sin excepción, un sentido degradante. En un marco conceptual humanista, los gobiernos tienen el deber de prohibir aquellos discursos que promuevan el odio e inciten a la violencia, pero, abusando de su autoridad, muchos silencian la disidencia pacifica con leyes que criminalizan la libertad de expresión. Para ello, se invoca a menudo la lucha contra el terrorismo, la seguridad nacional o la religión. Además, en los últimos tiempos, las autoridades vienen amenazando la libertad de expresión con medidas represivas contra activistas, organizaciones sociales y personas anónimas.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) subraya que "las dificultades a la hora de abordar el discurso de odio y legislar al respecto empiezan con su definición, ya que no existe un acuerdo a nivel internacional sobre lo que significa el discurso de odio".
La identificación y distinción de los discursos de odio ha sido objeto de múltiples estudios y conceptualizaciones. Las distintas clasificaciones sobre los discursos de odio combinan la regularidad o sistematicidad de los enunciados, sus contenidos específicos, las condiciones de enunciación, los contextos en que se circulan y su capacidad de daño. Una de las primeras contribuciones en este sentido fue aportada por un conjunto de organizaciones de la sociedad civil a partir de una iniciativa de la organización Artículo 19 -https://articulo19.org/-fundada en Londres en 1987, que defiende la libertad de expresión y el derecho a la información. Recomienda: "Los sistemas nacionales jurídicos deberán dejar en claro, ya sea explícitamente o mediante interpretación autoritativa, que: (a) Los términos "odio" y "hostilidad" se refieren a emociones intensas e irracionales de oprobio, enemistad y aversión del grupo objetivo; (b) El término "promoción" se entenderá como requiriendo la intención de promover públicamente el odio contra el grupo objetivo; (c) El término "incitación" se refiere a declaraciones sobre grupos nacionales, raciales o religiosos que puedan crear un riesgo inminente de discriminación, hostilidad o violencia contra las personas que pertenecen a dichos grupos."
Por otra parte, el Plan de Acción de Rabat de la ONU (2013) señala la responsabilidad colectiva de los funcionarios del Estado, los líderes religiosos, comunitarios, los medios de comunicación, la sociedad civil y todas las personas de promover la unidad social, la tolerancia y el diálogo para prevenir la incitación al odio.
Establece una serie de criterios para la identificación de discursos de odio y su eventual penalización: (a) El contexto social y político prevalente al momento en que el discurso fue emitido y diseminado; (b) la posición o el estatus social del emisor del discurso, incluyendo la postura del individuo o de la organización en el contexto de la audiencia a la cual se dirige el discurso; (c) la intención del emisor del discurso; (d) el contenido o la forma del discurso, que puede incluir la evaluación de hasta qué grado el discurso fue provocador y directo, así como un enfoque en la forma, estilo y naturaleza de los argumentos expresados en el discurso en cuestión o en el balance alcanzado entre los argumentos expresados; (e) el ámbito del discurso, incluyendo elementos como el alcance del discurso, su naturaleza pública, la magnitud y el tamaño de la audiencia; (f) la posibilidad, inclusive la inminencia, de que exista una probabilidad razonable de que el discurso tenga éxito en incitar a una acción real contra el grupo al que se dirige, reconociendo que esa relación de causalidad debe ser más bien directa.
Este marco interpretativo permite distinguir entre tres tipos de discursos: (a) las expresiones que constituyan un delito, (b) las expresiones que no son sancionables penalmente pero que podrían justificar un proceso civil o sanciones administrativas; (c) las expresiones que no son legalmente sancionables pero que aún generan preocupación en términos de la tolerancia, el civismo y el respeto de los derechos de los demás. Es decir, la diferenciación de los discursos de odio de acuerdo con el daño que producen permite distinguir la gama de acciones posibles y no limitarlas a la penalización, prohibición y restricción del discurso.
La Argentina no cuenta con una Ley específica que sancione los discursos de odio. La Convención Americana de Derechos Humanos, que es parte de la Constitución Nacional desde la reforma de 1994, establece en su artículo 13 inciso 5: "Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional".
Somos protagonistas y testigos de una comunicación política centrada en el uso de insultos basados en la identidad y sentimientos antidemocráticos y clasistas. La descortesía es el estilo, identificada por el uso de vulgaridades, obscenidades, burlas. La agresión, con o sin argumento, se utiliza para establecer barreras morales de lo aceptable, de lo legítimo y lo profano, pero no para marcar la diferencia, sino para aplastar la identidad contraria y reducirla a la nada. Más que argumentos, existe la idea de triunfar frente a los otros para humillar, ridiculizar, para producirles vergüenza pública. Estas prácticas se dan en los bordes del espectro político democrático porque apuntan a silenciar el disenso. Porque la vergüenza no busca el consenso, sino el ridículo; no busca ideas o razones; sino risas y lealtad tribal. Borran cualquier límite de la tolerancia en la imposición del pensamiento propio.
(*) Ex Decano de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de Jujuy